La realización de cartones para tapices con destino a la Real Fábrica era, sin embargo, una tarea todavía menor. Se trataba de pinturas al óleo sobre tela -el nombre, "cartones", hace referencia a su destino, no al material sobre el que se pinta- que no estaban destinadas a mostrarse en salón alguno: sólo servían de patrones o modelos para tapices con los que decorar los sitios reales. La Real Fábrica proporcionaba trabajo a un número considerable de artistas, entre los que destacan, además de Goya y los Bayeu, José del Castillo (1737-1793), Antonio González Velázquez (¿1729?-1793), Ginés de Andrés Aguirre (1727¿1818?), Antonio Gonzalez Ruiz (1711-1788), etc. La Real Fábrica había tenido una existencia inicialmente precaria y sólo a partir de 1746 y con el reinado de Fernando VI se asistió a una cierta revitalización, más efectiva ya en tiempos de Carlos III. Los modelos seguidos eran inicialmente flamencos, a la manera de Teniers y Wouwermans, también algunos italianos, a la manera de Amiconi y Gianquinto. Los temas oscilaban entre las escenas de costumbres y los asuntos mitológicos, pues unos y otros se consideraban los más adecuados para la finalidad ornamental que tenían los tapices. Son los cartones y los tapices de género con escenas costumbristas los que más interés ofrecen para explicar la trayectoria de Goya. Si en un principio siguen modelos flamencos, con una iconografía que poco tiene que ver con la realidad peninsular, a partir de Carlos III se desarrolla la pretensión de una imaginen más «realista», es decir, más ligada a la representación de tipos, indumentarias, paisajes, escenas españoles.
Es posible afirmar que este cambio se debe a la influencia de la ideología ilustrada, que desea tener un mejor conocimiento de la diversidad peninsular, de sus costumbres y fiestas. Buen testimonio de esta actitud son los viajes de, entre otros, Antonio Ponz y Gaspar Melchor de Jovellanos. Por otra parte, en un horizonte similar de intereses, es también en estos años cuando empiezan a realizarse estampas con tipos populares, entre las que destaca la serie de Trajes de España (1777 y ss.), de Juan de la Cruz Cano y Holmedilla. Estas colecciones de estampas, que alcanzaron un éxito considerable, contribuyeron a difundir el gusto por lo popular a la vez que la curiosidad del público. Otro factor importante en el desarrollo de este gusto lo constituye el teatro, que suministra en algunas ocasiones motivos y personajes para estampas que se pusieron por aquellos años y los siguientes a la venta. De este modo, así como los cartones para tapices eran obras hasta cierto punto privadas -todo lo privados que podían ser los tapices de los aposentos reales-, las estampas y las piezas teatrales eran de amplio consumo colectivo, un consumo que extraía su placer de la contemplación de las imágenes y las escenas.
Los grandes cambios en el gusto de la época y las novedades más importantes en el lenguaje plástico, aquellas que van a conducir a la modernidad, se producen en estos géneros menores, no en los grandes géneros del retrato y la pintura religiosa y mitológica, que, sin embargo, continúa dominando la jerarquía académica y cortesana. Pintando cartones para tapices, Goya no dejaba de ser un artista menor, necesitado de otros apoyos y mecenas -como los que luego habrá de tener-, pero este artista menor creó obras muy superiores a las que otros artistas mayores estaban haciendo en este momento. Algo similar había sucedido a principios de siglo con un pintor francés, M.-A. Houasse (1680-1730), que fracasó en el retrato y la pintura religiosa pero hizo algunas obras magistrales en el paisaje. Goya tuvo en cuenta sus creaciones, tal como tendremos ocasión de ver más adelante.
Francisco de Goya entregó su primera serie de cartones para tapices en mayo y octubre de 1775. Se componía de nueve obras destinadas al comedor de los Príncipes de Asturias en San Lorenzo de El Escorial y su tema era la caza. Fueron realizadas bajo la dirección de Francisco Bayeu, lo que resulta evidente tanto en los dibujos preparatorios como en los cartones definitivos. En la segunda serie (1776-1778), diez cartones para el comedor de los Príncipes de Asturias en el Palacio de El Pardo, trabajó más libremente y puso de manifiesto las posibilidades de su pintura. Si tuviéramos que calificar estos cartones, de cualquiera de las dos series, no dudaríamos en cuanto al término: pintorescos. Pintoresco es concepto plenamente dieciochesco con el que se alude a la diversidad y el cambio que son propios de la realidad cotidiana, a lo interesante que en la misma puede surgir, ya sea a tenor de la indumentaria, las costumbres, las fiestas, el paisaje, etc. Esto implica la observación y una alta valoración de lo que es próximo e incluso cotidiano, lo que sitúa el agrado y la complacencia en el mundo cercano, más acá del idealismo que hasta ahora se había venido considerando norma de la belleza. Cuando Goya pinta sus primeros cartones, todavía sigue vigente un criterio jerárquico de los géneros pictóricos en el que costumbres y paisajismo, géneros éstos que podían ser atendidos por pintores menores pero que eran indignos de los «grandes pinceles» cortesanos, ocupan los últimos lugares. Sin embargo, puesto que los cartones servían de modelos para tapices destinados a la ornamentación de los sitios reales, empezaban a cobrar mayor importancia. Y, lo que es más relevante, puesto que se pretendía verosimilitud en la representación de escenas, tipos y lugares, dejaban de ser los motivos tradicionales -flamencos- y las normas compositivas de las grandes pinturas palaciegas y religiosas, demasiado enfáticas y retóricas para satisfacer las necesidades de estas nuevas imágenes. Dicho de otra manera: la tradición tardobarroca no era adecuada para estas escenas y la incipiente -y entre nosotros débil- tradición rococó resultaba en exceso afectada para el objeto deseado.
Éste es el punto en el que Goya destaca por encima de todos los demás pintores de cartones, incluido su «maestro» Francisco Bayeu. Para comprobarlo es pertinente comparar los cartones de Goya con los que hicieron los restantes pintores o, puesto que eso no es aquí posible, los primeros que pintó el aragonés bajo la dirección de Bayeu y los que realizó después. Con ello no se pretende desmerecer a Francisco Bayeu, sólo señalar la superioridad de Goya, que rápidamente se aleja de su estela. Un cartón de la primera serie puede ser buen ejemplo: La caza de la codorniz (1775, Madrid, Prado). En él podemos ver, como en un escenario, los diversos momentos de la caza: a la derecha, un cazador y su perro ojean las codornices, a la izquierda dispara uno a la que dá, mientras el perro espera; detrás, en un segundo plano, varios a caballo, con perro corriendo tras una liebre sobre una loma; en un plano más retrasado, ya como fondo, un monte con una construcción que aparece acastillada se recorta en el cielo. Como puede apreciarse en tan somera descripción, son varios los asuntos que en la imagen se representan, de la misma manera que en la realidad son varios los acontecimientos que se producen simultáneamente. El pintor, si desea respetar la verosimilitud de lo real, debe ser capaz de representar esa diversidad temporal, evitar la unilateralidad, lograr vivacidad y movimiento..., ahora bien, todos estos rasgos no deben impedir la necesaria unidad compositiva de la imagen.
Goya la ha resuelto aquí de modo poco satisfactorio. Ha dispuesto un espacio diferente para cada uno de los motivos, un espacio para el cazador que ojea a la derecha, otro para los que, ligeramente retrasados, están a la izquierda, otro diferente para los que van a caballo, a gran distancia de los anteriores, lo que le ha obligado a disponer un sistema de taludes y una vegetación que distinga los grupos (destacando el gran árbol de la derecha, que marca con violencia el contraste). Este sistema de talud le sirve también para "aislar" a los que van a caballo del paisaje del fondo. Es decir, el artista aragonés ha dividido el espacio general en un conjunto de espacios particulares, a la manera en que se hace en un escenario, y, también como en un escenario, ha dispuesto de motivos que separen o distingan a unos de otros. Si el resultado no es plenamente satisfactorio, ello se debe precisamente a su carácter en exceso teatral, algo de lo que también adolecían algunos cuadros de género de Houasse y la mayor parte de los cartones para tapices que hacen los restantes pintores de la Real Fábrica, incluidos José del Castillo y Ramón Bayeu o Ginés de Andrés Aguirre en obras de fecha posterior. Ya en algunos de los primeros cartones de Goya podemos encontrar soluciones más satisfactorias: así sucede en El paseo de Andalucía (1777, Madrid, Prado) o en El quitasol (1777, Madrid, Prado), dos de sus cartones más célebres pero es en series inmediatamente posteriores y en obras como Las lavanderas (1780, Madrid, Prado) donde encontramos un lenguaje mucho más depurado y feliz. En este cartón ha resuelto el problema de la unidad y la diversidad de una manera a primera vista muy sencilla -y tal sencillez forma parte del objetivo perseguido por el artista-. La escena mueve la mirada sesgadamente y de un solo golpe hacia el interior del espacio, hacia el fondo, destacando el interés tanto de las figuras populares y su actividad, como del paisaje en el que se sitúan.
En 1791 realizó los últimos cartones para tapices, quizá porque estaba ya cansado de un género menor cuyo lenguaje dominaba perfectamente y que posiblemente consideraba inadecuado para su posición profesional y social. En 1780 fue nombrado académico, Subdirector de Pintura de la Academia en 1785, Pintor del Rey al año siguiente y Pintor de Cámara en 1789. Además había recibido encargos de cierta importancia y tenía un contacto fluido con algunos de los hombres poderosos del país.
Es en esta época cuando se enfrenta con su cuñado Francisco, al no permitir a éste corregir su Virgen, Reina de los Mártires, un fresco de la basílica del Pilar.
Una vez en Madrid, «quemado» todavía por el asunto del Pilar -«me quemo vivo», le escribe a Zapater-, recibe el encargo de ejecutar uno de los siete grandes cuadros que han de ornamentar San Francisco el Grande, en Madrid. La realización de estos siete cuadros se convierte, sin serlo, en un verdadero concurso. Goya deposita en él grandes esperanzas, pues pensaba que podría sacarle de la medianía social y profesional en la que hasta entonces se encontraba. El camino fue más difícil y lento de lo que pensaba, quizá porque, entre otras cosas, ninguna de las pinturas presentadas al concurso provocó excesivo entusiasmo. El tema representado por Goya fue San Bernardino predicando en presencia de Alfonso V de Aragón (1782-83, Madrid, San Francisco el Grande), una composición en la que es perceptible la influencia directa de Houasse, si bien, como han señalado todos los historiadores, Goya introduce un autorretrato que da originalidad al conjunto. Goya retrató posteriormente al Conde de Floridablanca (1783, Madrid, Banco de España) y fue protegido del Infante don Luis, de cuya familia hizo un retrato de grupo El Infante don Luis y su familia (1784, Corte di Mamiano [Parma], Fundación Magnani-Roca), uno de los más interesantes de este género en el ámbito de la pintura española y la obra más importante que había hecho el aragonés hasta el momento. Goya se autorretrató, declarando así su posición en relación con el Infante, su concepción de la figura del pintor e, implícitamente, sus esperanzas. Sin embargo, el apoyo del Infante don Luis tenía un efecto ambivalente: por una parte suponía ascender en la escala social, por otra significaba un cierto alejamiento.
Fueron necesarios bastantes años, seis, hasta que logró su objetivo, ser Pintor de Cámara. Obtuvo este cargo en 1789 y ello le obligó a realizar los retratos reales; también le abrió la ouerta a una serie de encargos, especialmente retratos, en los que su pintura brilló con maestría inigualable. Su precedente directo está en obras como el retrato de La condesa duquesa de Benavente (1785, Mallorca, Fund. B. March), La marquesa de Pontejos (1786, Washington, National Gallery) o La familia de los duques de Osuna (1788, Madrid, Prado).
Sin embargo, al poco de ser nombrado Pintor de Cámara, en 1792 sufre una fuerte enfermedad que parece cambiar el curso de su vida. La enfermedad de Goya ha suscitado toda suerte de hipótesis y polémicas. La historiografía romántica ha puesto especial énfasis en su eventual importancia, pero hoy día se tiende a considerarla en sus justos términos y se procura no convertirla -al igual que otras anécdotas en la vida del artista aragonés, por ejemplo sus relaciones con la duquesa de Alba- en clave para la comprensión de su arte: es un factor más, importante pero en modo alguno el único, entre los varios que afectan a su trayectoria.
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