En 1807 entraron las tropas francesas en España. En 1808 el motín de Aranjuez trajo consigo la abdicación de Carlos IV y el arresto de su favorito Manuel Godoy. El traslado de la familia real a Francia es la chispa que prende la llama de la Guerra de la Independencia. La vida en España se hace azarosa, también la de Goya. En cuanto pintor del rey, el aragonés estaba obligado a pintar retratos reales, en cuanto amigo de intelectuales afrancesados podrá ser considerado afrancesado el mismo, o al menos simpatizante de la nueva situación. Carecemos de datos que nos permitan aclarar con precisión cuál fue el sentir de Goya ante estos hechos concretos, pero disponemos de las obras que en estos años hizo, muchas y bien expresivas, así como los temores que le embargaron a la vuelta de Fernando VII, cuando la guerra había terminado. Es entonces cuando pinta los dos grandes cuadros sobre la resistencia en Madrid, realizados posiblemente con ánimo de eliminar suspicacias. La Guerra de la Independencia tuvo mucho de guerra civil y trajo consigo la ruina del régimen estamental, el hundimiento colonial y la aparición de un liberalismo tan radical en algunos momentos como débil en casi todos. Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 desmontaron sobre el papel el entramado de poder del viejo régimen, pero su desaparición real se produjo a lo largo de muchos años y casi, se podría decir, hasta el siglo presente. La libertad de expresión y de reunión no terminó con el poder del absolutismo y no fue suficiente para fortalecer en la medida de o necesario el liberalismo. La transformación económica del país fue lenta y llena de contradicciones, pero estaba determinada necesariamente por los cambios habidos en los mercados y en las fuentes de materias primas. Las heridas abiertas por la Guerra de la Independencia no se cerraron en los años de «paz», bien al contrario, se infectaron en la represión del absolutismo y en las reacciones de los liberales.
La vida de Goya estuvo sometida a estos avatares en el tiempo que le corresponde. En 1808 pinta el Retrato ecuestre de Fernando VII (Madrid, Academia de San Fernando), pero ya serán pocos los retratos oficiales y de personalidades públicas, políticas y militares que haga, aunque hay algunos magníficos: Wellington (1812-14, Londres, National Gallery) y, en menor medida, el Retrato ecuestre de general Palafox (1814, Madrid, Prado). Cuando Fernando VII vuelve a España tiene que pintar su retrato, es tarea obligada del Primer Pintor de Cámara. Realiza entonces Fernando VII en un campamento y Fernando VII con manto real (ambos en 1814, Madrid, Prado), pero ni el pintor parece muy satisfecho con el modelo, ni el modelo está contento con este tipo de pintura: prefiere una más untuosa y mediocre, acartonada, minuciosa, como la que puede hacerle Vicente López, su pintor preferido.
Además Goya ha recibido una condecoración importante, la Orden Real de España, y ha pintado un cuadro que puede traerle problemas. Habrá de repintarlo y finalmente se convertirá en una Alegoría a la villa de Madrid (1810, Madrid, Ayuntamiento). Primero fue otra cosa: un retrato de José Bonaparte encargado por el Consejo Municipal de Madrid el 23 de diciembre de 1809; posteriormente, en 1812 se cubre el retrato con la inscripción «Constitución» pero se realiza un nuevo retrato a la vuelta del rey José, y se vuelve a borrar en 1813; en 1814 se pinta en el medallón el retrato del deseado Fernando VII. Tras la muerte de Goya, nuevos cambios: «El libro de la Constitución» y el actual «Dos de Mayo». Cuando estalla la Guerra de la Independencia el artista aragonés es un hombre mayor, tiene sesenta y dos años, una edad en la que otros pintores empiezan a repetirse. Goya no, continúa aprendiendo, todavía no ha terminado de hacer sus mejores obras. Podemos abrir un período en este años, 1808, y cerrarlo -o entornarlo- en 1819 cuando compra la quinta junto al Manzanares que será conocida como Quinta del Sordo y una grave enfermedad pone en peligro su vida. Lo que, unido a los acontecimientos, contribuye a aumentar, inmediatamente después, su aislamiento.
No es un período homogéneo y no hay corte radical con el anterior ni con el siguiente, pero dos notas pueden caracterizarlo, una en su vida privada, otra en su pintura. En aquélla, la muerte de Josefa Bayeu y su relación, no enteramente esclarecida, con Leocadia, la mujer de Isidoro Weiss (con el que había roto en 1811), pero sobre todo la preocupación y el miedo -carecemos de datos para sospechar que Goya fuera un valiente- ante los acontecimientos, las persecuciones a liberales y afrancesados, el clima de terror impuesto por el monarca y sus secuaces, la presencia, otra vez, de la Inquisición que, restaurada en 1814, se interesa por él; en su pintura, la incidencia, no anecdótica, de la Guerra de la Independencia, que consolida y desarrolla aspectos de aquella que ya se habían puesto de manifiesto. A pesar de su edad y de los acontecimientos, es periodo de una gran actividad. De nuevo es preciso hablar de pinturas, dibujos y estampas. Entre las primeras se mencionaron ya algunos retratos, pero no son éstos los que marcan el pulso de esos años. Más significativas son obras quizá menos ambiciosas en el tamaño y en la jerarquía de los géneros, pero mucho más libres y personales.
La Guerra de la Independencia es motivo de algunas pinturas narrativas como Fabricación de pólvora y Fabricación de balas (ambas h. 1810-14, Madrid, Palacio Real), pero también de otras de carácter alegórico, como la muy célebre El coloso (h. 1808-12, Madrid, Prado), en la que un gigante cruza sobre las montañas provocando el pánico de todos los que hay debajo de él, con la excepción de un asno que permanece quieto, impávido. Se ha pensado en este coloso como símbolo de la guerra o de Napoleón, y, desde esta perspectiva, pondrá compararse con aquellos grabados y esculturas que representaron al Emperador como una figura colosal y gigantesca, un Marte Pacificador. Goya invertiría el sentido de estas composiciones destacando, precisamente, lo que de terrible y negativo hay en ese Marte. Otra interpretación relaciona esta pintura con un poema patriótico de Juan Bautista Arriaza publicado en 1808, Profecía de los Pirineos, en el que se habla de un gigante que, espíritu del pueblo español, es capaz de detener a Napoleón.
Con el coloso del Museo del Prado puede relacionarse una estampa titulada asimismo El coloso (h. 1810-18, Madrid, Biblioteca Nacional), en la que un gigante desnudo descansa sobre una superficie indefinida y levanta la mirada hacia el firmamento, un cielo nocturno con una luna en cuarto creciente. Tanto la figura del gigante como el «paisaje» en el que ha sido representado nos remiten a una imagen cósmica y bien poco anecdótica: nada narra Goya aquí, ni siquiera hay un acontecimiento que se pueda describir, razón por la que su intensidad dramática es superior a la que mostraba la pintura. Sobre su interpretación no existe consenso entre los historiadores puede pensarse en una nueva imagen saturniana, en una contraposición al Marte Pacificador, una nueva visión del Gigante que ya no es victorioso, espíritu angustiado por el derrotero que toma la historia de nuestro país... Como en alguna de las pinturas negras a la que luego me referiré, nos encontramos ante una imagen tan enigmática como fascinante. También es posible relacionar con la Guerra de la Independencia dos pinturas que hasta ahora habían sido consideradas costumbristas: La aguadora y El afilador (ambas 1808-12, Budapest, Szépmüvészeti Múzeum). Las dos podrían aludir a la resistencia de los españoles tanto mujeres como hombres, frente a los franceses. Sin embargo, no se debe enfatizar en exceso el presunto carácter heroico de ambas figuras; más da que pensar en la situación en la que se encuentra el pueblo durante los años de la Guerra, asunto que Goya representa en numerosas ocasiones.
4. 1 Los desastres de la guerra
La visión que tiene el artista aragonés de la guerra es, como puede apreciarse en la colección de 82 estampas titulada Los desastres de la guerra (1810-1823; editada en 1863; Madrid, Calcografía Nacional), bien distinta a la común de la pintura heroica. Goya no contempla la guerra como el marco de una actividad heroica, sino como el ámbito de la crueldad, la tortura, el hambre y la miseria, la violación... Ni siquiera se permite tomar partido por unos u otros. No hay buenos y malos, no son buenos los españoles que resisten a los franceses, tampoco los franceses que difunden las nuevas ideas. Si éstos matan y aniquilan a los patriotas por procedimientos bestiales -la horca, el fusilamiento, la mutilación...-, los españoles no les van a la zaga: arrastran y golpean a sus invasores hasta que mueren -Populacho (desastre núm. 28)-, los empalan y mutilan, tal como se ve en la que quizá es una de las estampas más brutales de la colección, y una de las imágenes más violentas de la historia del arte moderno: Esto es peor (desastre núm. 37). Podemos tener dudas sobre la nacionalidad de este empalado, pero franceses son los mostachos de los mutilados y descuartizados en Grande hazaña! Con muertos! (desastre núm. 39).
Suele dividirse la colección de estampas en tres partes, las dos primeras constituyen los «desastres de la guerra» propiamente dichos, la tercera, denominada caprichos enfáticos», se prolonga como una reflexión política sobre las consecuencias de los acontecimientos. La primera representa escenas de violencia en el campo de batalla o en sus aledaños. La segunda gira en torno a un tema central: el hambre que se extendió en Madrid durante 1811 y 1812 y sus consecuencias terribles entre la población civil. La tercera y última, de más difícil interpretación por el carácter enigmático de algunas estampas, es una reflexión crítica sobre el poder reaccionario de la Iglesia y del monarca absoluto. Cierran la colección cuatro estampas de muy dudosa interpretación: Murió la verdad (núm. 79), Si resucitará? (núm. 80), Fiero monstruo! (núm. 81) y Esto es lo verdadero (núm. 82). Si en la primera parece que nos encontramos ante una reflexión crítica sobre la situación venida tras la Guerra, en la segunda hay esperanza, pero ya no es tan clara la tercera, que admite múltiples interpretaciones -¿quién es ese monstruo que vomita una multitud de cadáveres?-, y la última resulta quizá en exceso ele mental para contrapesar la negatividad de toda la serie. La violencia y la crueldad no habían sido ignoradas por los pintores de la época, pero en todos los casos habían sido «legitimadas» de alguna manera, ya fuera recurriendo al héroe o a los ideales políticos e ideológicos que se afirmaban con la nueva época histórica. Los artistas revolucionarios, primero, y los napoleónicos, después, son los ejemplos más importantes a este respecto y David la figura principal entre todos. En sus Desastres elimina Goya tanto a los héroes como los ideales. No hay ningún equivalente del Marat davidiano. Si hasta ahora la negatividad había sido sublimada en aras de la felicidad, de la justicia y la libertad, en atención al Emperador, a la difusión del nuevo orden político y social, a la nación, etc., ahora abandona Goya cualquier tipo de sublimación para ofrecernos la negatividad sin contrapartida alguna. Una negatividad en los Desastres, que es absoluta y nuestra. Los autores de tanta violencia no son fuerzas cósmicas desatadas, ni fuerzas políticas de carácter universal, son hombres concretos, en los que todos podemos reconocernos. Goya produce este efecto evitando la distancia que hace de la violencia un espectáculo. La aproxima a nosotros de una manera tan cruel como magistral. Articula un verismo acentuado -que durante mucho tiempo ha impelido a buscar los correlatos concretos de estas escenas en acontecimientos singulares de la Guerra de la Independencia-, en el que las estampas serían a la manera de instantáneas, con una composición muy definida que le permite universalizar los motivos. Las escenas están vistas ligeramente desde abajo o desde arriba -nunca a la misma altura de nuestra mirada, a fin de evitar la frontalidad-, recurriendo a motivos naturales, taludes, Llanuras, arbustos, vegetación, y los protagonistas destacan sobre un fondo habitualmente nocturno que, como en los Caprichos, adquiere un sentido indefinido gracias al aguatinta y pierde la estricta determinación anecdótica.
Las escenas no narran secuencialmente una historia sino que se componen como variaciones sobre temas: las distintas formas de la muerte, de la tortura o del hambre. El sentido heroico que en otros artistas posee la muerte se pierde aquí a la vez que el distanciamiento: los fusiles casi tocan al que va a ser fusilado, los verdugos acompañan al ahorcado, la mutilación o el empalamiento son acontecimientos próximos que han perdido cualquier grandeza. Al igual que carecen de ella los cadáveres destripados o los que, víctimas de las enfermedades y el hambre, son trasladados en carretones al cementerio No hay consuelo sentimental, como no lo hay ideológico, tampoco estético: la muerte, la guerra, el hambre no son un espectáculo. Goya está lejos de lo sublimemente terrorífico que han teorizado algunos autores ingleses -E. Burke es el más conocido entre todos- que han pintado artistas como Füssli y que pondrá en práctica la llamada «novela gótica». La suya no es una estética del consuelo sino de la lucidez. A la negatividad sin resquicios de la violencia se une la parodia de las actitudes e ideologías políticas de los «Caprichos enfáticos». El culto a las reliquias, la superstición, la burocracia de los leguleyos, la corrupción..., todo parece resolverse en una gigantesca pantomima que busca su sentido último en las cuatro estampas finales. Un mundo dislocado es el que representa también en algunos de los cuadros de la serie de los marqueses de la Romana, aunque la mayor parte de ellos no tenga que ver directamente con la Guerra de la Independencia. Son ocho óleos de pequeño tamaño con escenas de violencia -Bandido asesinando a una mujer, Fusilamiento en un campo militar, Bandido desnudando a una mujer... (todos h. 1808-12, Madrid, Marqués de la Romana) -y un dramático Hospital de apestados (h. 1808-12, Madrid, Marqués de la Romana) que intensifica los efectos alcanzados antes con sus escenas de locura. En todas estas pinturas predomina una composición que sitúa la escena en la oscuridad -una cueva, un interior, la noche- y deja la luz como fondo, como si Goya deseara llamar la atención sobre la existencia de dos mundos, a la vez que sobre la condición oscura, nocturna, de aquel en el que tienen lugar los acontecimientos. Muy diferentes por los temas y matizadas en cuanto a su sentido son otras pinturas de la época que deben ser mencionadas. En primer lugar, una serie de bodegones realizados en torno a 1810-1812, entre los que destaca el conservado por el Museo del Louvre: Trozos de carnero. Goya se adelanta aquí a lo que después será la tradición realista de la pintura europea y obtiene con su imagen una atmósfera de radical materialidad. Es importante llamar la atención sobre la calidad pictórica de estos bodegones, su modo de pintar las carnes y la forma de componer, la utilización de la luz, la densidad y transparencia material de los objetos, de los animales muertos, de los pedazos de carne o de las rodajas de salmón del bodegón que con ese título conserva la colección Reinhart (Winterthur).
Un mundo completamente distinto es el que aparece en pinturas como Las viejas o El tiempo y Las jovenes o La carta (ambas h. 1810-12, Museo de Lille). Posiblemente se trata de dos cuadros que hacen juego, tanto por sus dimensiones y su estilo como por el asunto abordado, aunque nada es completamente seguro al respecto. El segundo de ellos es un buen ejemplo de la capacidad del artista para representar no sólo la juventud en su presencia magnífica, sino también un conjunto de figuras que parecen abocetadas y contrastes lumínicos que proporcionan a la escena toda la alegría de su viveza.
4.2 Dibujos
Durante todos estos años fueron muchos los dibujos que realizó Goya. Citaremos primero los que, con temas de prisioneros encadenados, hizo a la aguada, con sanguina y pluma en algún caso, preparatorios de tres aguafuertes de fecha indeterminada entre 1810 y 1820. Este motivo de los prisioneros aparecerá también en algunos dibujos de los álbumes realizados durante estos años.
La cronología exacta de los álbumes de dibujos es difícil de precisar, aunque por el momento se acepta la establecida por Gassier: en torno a 1814-23 para el Album C, el más importante de todos por el número de dibujos que contiene, con gran variedad en sus motivos; hacia 1801-03, el Álbum D, mucho más reducido que el anterior; hacia 1806-12, el Álbum E, que tiene la particularidad de que la mayoría de sus dibujos están enmarcados con un recuadro negro, sencillo o doble; en torno a 1812-23, el álbum F. Además, otros dibujos no encuadrados en álbum alguno. Por lo que se refiere a la técnica utilizada, predomina la aguada de tinta china o de sepia, a veces con resaltes de pluma o lápiz y en algunas ocasiones con leyendas explicativas a lápiz, especialmente en el Álbum C, que las tiene en casi todas sus hojas. Con una cronología tan amplia es natural que los motivos y los estilos varien mucho, no sólo de un álbum a otro sino dentro del mismo. Sin embargo, cabe destacar algunas líneas temáticas que refuerzan el sentido indicado a propósito de estampas y pinturas. Prisioneros y perseguidos por la justicia y la Inquisición es una de ellas, muy rica en el Álbum C y presente también en el F. La visión crítica de los frailes configura una línea que podemos calificar de anticlerical seguramente en relación con los avatares de la vida eclesial en los años de la Guerra e inmediatamente después. Se encuentran en ella referencias a la exclaustración, a la injusticia y la corrupción, a la superstición, también algunas imágenes que nos recuerdan los Caprichos. Esta línea está muy presente en el Álbum C con mayor abundancia que en los restantes, de los que, sin embargo, no está ausente. Otro grupo temático es el que podemos denominar escenas populares. Riñas y duelos, cazadores en la práctica de su afición, motivos de la vida cotidiana de los campesinos, tambien de los mendigos de las ciudades y del campo. En este último caso, no se pueden considerar figuras propias de escenas costumbristas, pues más parecen muchas veces motivos grotescos y caricaturescos, con abundante exhibición «cómica» de deformaciones y lacras físicas, mutilaciones, etc. En todos los álbumes encontramos muchos ejemplos de este grupo temático, quizá más en el F que en los restantes, y quizá más populares que cómicas. Próximas a éstas son las escenas grotescas, escenas en las que -con figuras que pueden identificarse socialmente o no- predominan la deformación y el absurdo: frailes y ancianos (o ancianas) que vuelan, bailan o patalean en el aire, personajes grotescos que rayan en la locura o están plenamente inmersos en ella, frailes que desfilan procesionalmente con unos calzones por estandarte, niños y personajes monstruosos, mujeres barbudas, pesadillas oníricas... En todos los álbumes dibuja escenas grotescas, pero se debe llamar la atención sobre los «voladores» del Álbum D y el «bailarín» del Álbum E, sobre los deformes y locos del C, sobre los glotones, viejos y viejas cantando, menesterosos, etc., del Álbum F.
En líneas generales, si debemos resumir, un mundo abigarrado y descoyuntado en el que no están muy claras las líneas que separan unos grupos sociales de otros, la miseria de la deformidad, la irracionalidad de la ideología, la crueldad de la cotidianidad, un mundo en el que a veces es difícil averiguar el sexo de algunas personas -brujos, brujas, viejos, viejas, frailes...?-, mientras que en otras se ofrece deslumbrante -deseables mujeres jóvenes que Goya representó mejor que ningún otro artista de su tiempo, ingénuas y virginales algunas, conocedoras de su atractivo sexual, otras-. Un mundo, pues, en el que ha desaparecido tanto el orden que buscaban los ilustrados como aquel otro que establecía «naturalmente» el régimen estamental. Un mundo en el que todo parece posible, en el que reina la deformación y lo grotesco ha invertido los valores establecidos. Al igual que sucedía en los Caprichos, no parece que Goya muestre aquí afanes moralizadores. Es cierto que critica a los frailes y los fustiga, a veces literalmente con látigo que esgrime la Razón: Divina Razón No deges ninguno (Album C, Madrid, Prado)-, y que muchas veces resulta evidente su conmiseración por los encadenados y los encorozados por la Inquisición, pero no lo es menos que todos éstos forman parte de ese mundo descoyuntado, ese gran fresco en el que continuamente estalla la risa y en el que muchas veces «se ríe por no llorar», quizá porque parece un mundo sin salida, cerrado en su violencia y su agitación, sin otra salida que esa Razón que azota a los pajarracos negros o la Divina Libertad que la precede pocas hojas antes -(Álbum C, Madrid, Prado)-, únicos referentes luminosos de un mundo nocturno.
4.3 Pinturas del 2 y el 3 de mayo
Tambien cabe pensar en las pinturas que hizo con motivo de los acontecimientos del 2 y 3 de mayo de 1808 en Madrid. Aquí el referente luminoso sería el heroísmo de los patriotas.
El 7 de mayo de 1814 Fernando VII entraba en Madrid. Antes (4 de mayo) se había abolido la Constitución de 1812 y se había promulgado un decreto contra los liberales. Inmediatamente después se restauraba la Inquisición (21 de julio). También se inició la «purificación» de los funcionarios de la Real Casa, el pintor aragonés entre ellos, y Goya era denunciado al Santo Tribunal por las «Majas». Fue citado para comparecer ante la Inquisición en 1815, aunque de todo esto es poco y confuso lo que se sabe. Mientras, había nacido la hija de Leocadia, María del Rosario Weiss, cuya paternidad atribuyen algunos a Goya, y éste pinta sus dos autorretratos (Madrid, Prado y Academia de San Fernando), además de varios retratos, entre ellos los ya citados de Fernando VII y del general Palafox. Además pinta los cuadros del 2 y 3 de mayo en Madrid.
Los acontecimientos de estos días se convirtieron en motivo de exaltación del patriotismo y de la lucha contra el "opresor francés". En 1813 se habían impreso y vendido estampas de Tomás López Enguídanos que relataban los acontecimientos. Fueron copiadas con algunas variaciones por José Ribelles y Alejandro Blanco en 1814. Otras estampas con estos temas, alguna anónima, aparecieron en los años siguientes. También en 1813 se representó una tragedia en tres actos titulada El día dos de Mayo. Fue escenificada por Antera y Baus e Isidoro Máiquez, y posiblemente las primeras estampas sobre los acontecimientos tuvieran relación con esta obra. Las estampas representaban cuatro escenas: la marcha de la familia real ante Palacio y los intentos de los madrileños por evitarla, la muerte heroica de Daoíz y Velarde en el Parque de Artillería, los enfrentamientos en la Puerta del Sol y la represión en el Paseo del Prado. Goya pintó los enfrentamientos en la Puerta del Sol y los fusilamientos en la Montaña del Príncipe Pío. El primer cuadro es próximo a las estampas que representan el mismo asunto, no así el segundo, en el que, sin embargo, sí «utiliza» algunos de los detalles, además del espíritu general de la represión. Sobre la eventual realización de otros con los restantes temas de las estampas, mucho es lo que se ha escrito -como sobre los dos cuadros del Prado-, pero nada se sabe al respecto. Dada la situación política, Goya debía esmerarse en la representación de todos aquellos rasgos que alejaran de su persona cualquier sospecha de «afrancesamiento», pero no por ello olvida los que son ejes centrales de su arte. Frente a lo que es habitual -y quizá esperado-, Goya prescinde del héroe real, del príncipe, y representa al pueblo, especialmente al pueblo llano que protagonizó la resistencia. Ahora bien, las características heroicas de este pueblo son, cuando menos, peculiares. En el 2 de mayo de 1808, conocido también como La carga de los mamelucos (1814, Madrid, Prado), nos ofrece una imagen de los acontecimientos sucedidos en la Puerta del Sol, destacando el enfrentamiento de los madrileños con la caballería francesa, su fiereza así como la desigualdad de armamento. Goya sitúa la escena sobre un fondo de casas sesgadas que tiene la virtud de centrar todo el interés en el primer término, un fondo que actúa a la manera de un embudo, que intensifica el dramatismo de los sucesos y nos sitúa como espectadores privilegiados, casi como parte de ellos. Al eliminar la distancia que era propia de las estampas -y que es habitual en los cuadros de batallas de la pintura napoleónica- anula el sentido teatral; la lucha no es una escena distante que podemos contemplar plácidamente, sino un enfrentamiento en el que, por nuestra distancia, podríamos participar. A la proximidad de los combatientes corresponde nuestra proximidad. También nos son próximas las ejecuciones de El 3 de mayo de 1808, conocido también como Los fusilamientos de la Moncloa o Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío (1814, Madrid, Prado). El artista ha recurrido a una composición que es habitual en los Desastres y que ya estuvo presente en algunos cartones para tapices: la escena se desarrolla en una ligera loma a la que nosotros tendríamos acceso por delante, desde el punto en que, como espectadores, la contemplamos. Ahí, bajo la iluminación de un farol que deja en la oscuridad a los soldados franceses e ilumina a los patriotas, tienen lugar los fusilamientos. Los que van a ser ejecutados suben por el otro lado de la loma. Detrás la noche y un paisaje madrileño. Los historiadores han destacado ante todo dos notas de esta pintura: en primer lugar, el diferente tratamiento de ejecutores y ejecutados; después, segundo, la diversidad de figuras, personalidades y actitudes de los que están siendo fusilados o van a serlo. Ha convertido a los soldados franceses en una anónima máquina de matar que permanece en la oscuridad; toda la luz ilumina a los patriotas, convertidos así en el centro de atención de la pintura.
La luz ilumina la muerte en una atmósfera general sombría. A la vez, y ésta es la segunda característica, ante la muerte pueden adoptarse diferentes actitudes, desde la del patriota emblemático que levanta los brazos y ofrece su pecho a las balas, hasta el que se tapa los ojos porque no quiere ver, el que reza, el que grita insultante, el aterrorizado, el resignado..., y el muerto, un «pelele» trágico bañado en sangre, primero del montón que constituirán todos.
La muerte es la gran protagonista de los fusilamientos, una muerte cuya falta de heroicidad resulta evidente a poco que la comparemos con la que aparece en los cuadros franceses e italianos, con los de David, Gros y restantes discípulos de aquél. A veces parece que los Fusilamientos constituyen una respuesta a un cuadro de Gros que se hizo célebre en aquellos tiempos: La rendición de Madrid (1810, Versalles, Museo Nacional del Castillo). También Gros pintó a un grupo de madrileños frente a los franceses, pero con un sentido por completo diferente: los españoles capitulan y rinden pleitesía al invasor francés, se arrodillan y unen las manos... Los personajes de Goya, dispuestos grupalmente de manera similar, invierten los gestos, y otro tanto hacen los franceses, convertidos en pelotón de ejecución y no en receptores de la capitulación. ¿Conocía Goya, directa o indirectamente, la pintura de Gros? No lo sabemos, pero son, en cualquier caso, imágenes opuestas: en una, la francesa, la «nobleza» de la guerra, en la otra su crueldad. También es muy distinta la pintura de Goya de las estampas que reflejaron este o similares acontecimientos. En las estampas predomina lo anecdótico, el sentido escenográfico que ofrece diversos motivos interesantes, en la pintura lo anecdótico es mínimo, la narración escasa, el énfasis trágico intenso.
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