Es uno de los períodos más fecundos en la vida de Goya. Crea algunas de sus obras maestras, empieza a hacer dibujos y realiza la serie de los Caprichos. Goya no "repite" un estilo que domina, tampoco sigue moda alguna, investiga con rigor y alcanza una posición personal que no tiene igual en toda Europa. Es ahora cuando se convierte en "inclasificable" para los historiadores de los estilos, porque utiliza elementos rococó y neoclásicos, pero no es un pintor rococó, neoclásico o romántico.
Tambien este período es muy agitado en la vida española. Los asuntos políticos ofrecen un panorama accidentado tanto en el interior como en el exterior. Manuel Godoy, favorito de los monarcas, levanta todo tipo de rechazos que se condensarán en el Motín de Aranjuez (1808), el derrocamiento del valido y la abdicación de Carlos IV. La política exterior tampoco favorece la estabilidad: guerra con Francia (1793), Guerra de las Naranjas en Portugal (1801), guerras con Inglaterra (1796 y 1804), Trafalgar (1805) y, finalmente, la invasión francesa (1808).
En esta situación de tensiones, la sátira política se introduce en el teatro, la literatura o la pintura. Por eso se ha intentado ver en la serie de los Caprichos representaciones de personajes de la vida pública de la época: la Reina, Godoy, la duquesa de Alba ...Al mismo tiempo, existe un clima de desconfianza ante los desconocidos, de los que no se sabe cómo piensan y podrían ser enemigos ideológicos, por lo que la gente se reune en tertulias privadas. Puede que la casa de Goya fuera sede de una de esas tertulias, lo que influiría en sus pinturas privadas, a las que el artista de Fuendetodos parece ir concediendo cada vez más valor. Sigue realizando retratos y cumpliendo como Primer Pintor de Cámara, cargo para el que fue nombrado en 1799 y la mejor expresión de esta dedicación es La familia de Carlos IV (1800, Madrid, Prado). Pero junto a estas obligaciones oficiales, la pintura por gusto empieza a ocupar un espacio y tiempo considerables.
La situación es, pues, compleja y la enfermedad de Goya no hace sino añadir nuevos problemas, ahora de carácter personal. No se conoce la naturaleza de dicha enfermedad, pero sí que le dejó como secuela una profunda sordera. Ni siquiera conocemos con exactitud el tiempo de su convalecencia, pues las cartas de Goya en las que habla de su estado más parecen destinadas a confundir que a aclarar las cosas.
3.1 Retratos
En 1792 se reponía en Cádiz, en casa de Sebastián Martínez, del que pinta un retrato excepcional -Sebastián Martinez (1792, Nueva York, Metropolitan)-. El amigo de Goya poseía una magistral biblioteca y una considerable colección de pinturas y grabados. Se supone que Goya vio allí algunas de las pinturas inglesas y muchos de los grabados cuya influencia puede rastrearse en su obra posterior. Es un buen ejemplo del tipo de amistades de Goya en este período, miembros de una burguesía culta e ilustrada, cosmopolita, que parece tienen muy poco que ver con la legendaria figura de un Goya bravucón, más aficionado a los toros que a otra cosa. Que Goya era aficionado a los toros no cabe dudarlo, lo dice en sus cartas y lo atestigua después la serie de estampas La Tauromaquia (1815-16); que ello implique una figura legendariamente romántica, ya es otro asunto. El retrato de Sebastián Martinez es una obra excepcional, bien poco habitual en el horizonte de la pintura española. Dominan las tonalidades verdes y amarillas que ningún otro pintor había utilizado, destaca la textura de la tela y de la carne, que se construyen con una pincelada suelta y luminosa, vibrante, alejada del acartonamiento que es propio del «realismo» tradicional español. El retratado, sentado, nos mira discretamente, sin vanidad pero con seguridad y concisión. Todo esto son elementos compositivos pictóricos, pero sirven para fijar el carácter de la persona y el papel social que ejerce.
Sebastián Martinez es el primero de una serie de retratos masculinos que pueden mencionarse. Pedro Romero (1795-98, Fort Worth, Fundación Kimbell), Meléndez Valdés (1797, Barnard Castle, Bowes Museum), Gaspar Melchor de Jovellanos (1798, Madrid, Prado), Ferdinand Guillemard (1798, París, Louvre), el embajador francés en España, Bartolomé Sureda (1804-06, Washington, National Gallery. Con el que Goya adelanta un retrato casi romántico, mezclando el verismo con el "exibicionismo" del retratado, capaz de mostrar su personalidad .
No son los únicos, pero sí de los más estimables. El más representativo es el de Gaspar Melchor de Jovellanos, en el que se representa al ilustrado sentado, con la mejilla apoyada sobre la mano izquierda y el brazo sobre la mesa, casi una estampa de la melancolía , en el que, de nuevo, son los elementos plásticos los que crean, más allá de la personalidad individual, la personalidad social. Tres años más tarde, Jovellanos sería desterrado al Castillo de Belver, en Mallorca, por lo que el cuadro parece representar todo el desencanto de la Ilustración española.
El retrato históricamente más importante es el colectivo de La familia de Carlos IV, en el que Goya parece competir con Las Meninas de Velázquez. Goya se coloca a sí mismo pintando, a la izquierda, tras un lienzo que no vemos, dispone delante a la familia real, como si estuviera mirando el mismo modelo que Goya parece pintar, pero no deja tanto espacio como Velázquez, porque corta la escena en la parte posterior al colocar una pared que acerca a los personajes hacia el que los observa: los Reyes en el centro, con el Infante Francisco de Paula Antonio cogido de la mano de María Luisa, el Infante Carlos María Isidro a la izquierda, junto al Príncipe de Asturias, el futuro Fernando VII, la hermana del Rey, María Isabel y, al lado de Carlos IV, hacia la derecha, el Infante Antonio Pascual, hermano del monarca, la Infanta Carlota Joaquina, Luis de Borbón, príncipe de Parma y su esposa la Infanta María Josefina, que lleva en brazos al pequeño Carlos Luis.
Los retratos femeninos se han hecho con toda justicia famosos. La marquesa de la Solana (1794-95, París, Louvre) es el primero que debe ser mencionado. A continuación, los dos de La duquesa de Alba, pintado uno en 1795 (Madrid, colección Alba) y el otro en 1797 (Nueva York, Hipanic Society) , con el ròtulo escrito en la pintura "Solo Goya", hacia el que señala el gesto de la duquesa, base de la leyenda de sus relaciones con el artista. En el primero, Goya hace un alarde del tratamiento de las telas y del blanco, mientras que en el segundo es el negro del luto de la duquesa por su esposo, y en los dos ese dominio firme de la figura, entonada en su contraste con el paisaje, plantada sobre el suelo; a la vez delicada y contenida, lejos del sentimentalismo o de la gesticulación. En estos retratos, como en el posterior de La condesa de Chinchón (1800, Madrid, col. Duques de Sueca), doña María Teresa de Borbón y Villabriga, casada con Manuel Godoy, se pone de manifiesto todo aquello que Goya ha aprendido de la pintura rococó, muy especialmente su capacidad para representar los valores de superficie, no sólo mediante la cuidadosa plasmación de las texturas, sino ante todo para destacar su condición gracias a la luz y al contraste, en una especie de vibración que atraviesa la superficie de los tejidos y de las carnes para volver de nuevo al primer plano. Es un tipo de pincelada que le aleja de las superficies nacaradas sobre las que se reflejaba la luz que fueron propias de El infante don Luis y su familia o La familia de los duques de Osuna, pinturas más apegadas ambas al rococó tradicional. Un tipo de pincelada que el artista aragonés continuará profundizando hasta alcanzar niveles, ya al final de su vida, que nunca serán igualados: Juan Bautista de Muguiro (1827, Madrid, Prado) es, en este sentido, un ejemplo excepcional. Tal como cabe esperar, también en los retratos femeninos se aprecia la misma evolución que en los masculinos, aunque la trayectoria no es por completo lineal: aunque no es propiamente hablando un retrato, La maja desnuda (1798-1805, Madrid, Prado) es una buena muestra de como Goya pintaba tanto las carnes como las telas e incluso el contraste entre ambas, y puede compararse, a su vez, con otra obra más plegada al neoclasicismo, La marquesa de Santa Cruz (1805, Madrid, Prado), donde predomina la superficie nacarada, la tersura propia de la tradición neoclásica que la escultura había difundido con éxito.
Mucha es la distancia que separa a estos óleos de los que representan a Isabel de Porcel (1804-05, Londres, National Gallery) o a La mujer del librero (h. 1805-08, Washington, National Gallery), que pueden compararse con el ya citado Bartolomé Sureda, y que, como éste, eran un tipo de retrato nuevo, si se quiere más burgués, adelanto del que luego impondrá, más estático y minucioso, mucho más prolijo, la pintura francesa. No son los retratos las únicas obras de encargo que Goya realizó en estos años aunque sí quizá las más importantes. Otras tienen un sentido muy diferente: carácter religioso poseen las que pintó inmediatamente después de su enfermedad, y quizá durante su convalecencia, para la Santa Cueva gaditana, actualmente en muy mal estado; y casi no se puede decir que sea religiosa, a pesar de su tema, la decoración al fresco de San Antonio de la Florida, en Madrid, que inició el 1 de agosto de 1798 y terminó en ciento veinte días. Representa aquí El milagro de San Antonio de Padua en la cúpula y la Adoración de la Santísima Trinidad en las pechinas, pero no es una pintura especialmente piadosa ni incita al recogimiento. Lo que más llama la atención son los ángeles, más hermosas jóvenes -de «manolas» han sido calificados- que seres angélicos, y el grupo de mendigos y harapientos, el pueblo de Madrid, que rodea a San Antonio de Padua. El costumbrismo amable de los cartones ha perdido su razón de ser, pero no se ha olvidado por completo su espíritu y lo religioso se presenta como pintoresco. Además, la pintura muestra otro rasgo original: es el primer ensayo de una multitud concebida como un todo y no como una suma de singulares, una multitud que adquiere todo su protagonismo en las Pinturas negras y en las estampas de Los desastres de la guerra.
Mas, como ya se ha dicho, Goya no es en estos años sólo un pintor de encargo, precisamente ahora que es cuando ha alcanzado una posición profesional más elevada y cuando más encargos recibe. Goya es también artista privado, por gusto, por capricho, artista que disfruta pintando y dibujando para sí y sus amigos, y que ofrece al público los resultados de esta actividad.
En carta a Bernardo de Iriarte de 4 de enero de 1794 le comunica el envío de una serie de cuadros de gabinete con temas que se alejan de los más comunes, y serios, de un pintor académico: suertes de toros, cómicos ambulantes. un corral de locos. Diversiones populares son los asuntos de estas obras, próximas a otras que pinta inmediatamente después, La duquesa de Alba y su dueña y La dueña con dos niños (ambos de 1795, en Madrid Prado), óleos de pequeño tamaño que recuerdan en algún punto los que con temas teatrales había hecho años antes y que, sin embargo, parecen abrir un camino nuevo, el que se asentará de modo definitivo en los dibujos de los primeros álbumes y en las estampas de los Caprichos. Pero también, entre aquellos cuadros de gabinete, se halla un Corral de locos (1794, Dallas, Meadows Museum) que en modo alguno puede entenderse como diversion popular, pues si bien la descripción que del mismo hace Goya a Iriarte -en carta del 7 de enero de 1794 carece de dramatismo, no sucede lo mismo con la imagen.
3.2 Primeros dibujos
Al hablar antes de los retratos, masculinos y femeninos, se hace mención de la existencia de un cambio en el estilo de Goya, una pincelada cada vez más libre o, como se ha dicho tantas veces, más abocetada, un tratamiento de la luz original, que altera el cromatismo, que surge de la pincelada y de las cosas representadas, una luz que no se limita a caer y resbalar sobre ellas, o a reflejarse
Los cuadros de gabinete que remite a Iriarte son un buen testimonio de la libertad que Goya se ha tomado con el lenguaje pictórico. La humildad con que se refiere a ellos no debe engañarnos: son cuadros estilísticamente originales, por encima no sólo de lo que habían hecho los pintores españoles, también muy por encima de lo que hacían los artistas europeos sometidos ya en este momento a los dictados del neoclasicismo. No obstante, estas pinturas resultan todavía convencionales en algún punto -en los encuadres, por ejemplo, en la composición de las escenas, aún tópica, excesivamente teatral-, como si Goya no fuera capaz de liberarse completamente de las convenciones del género. Los dibujos del llamado Álbum de Sanlúcar o Álbum A (1796-97), realizados durante su estancia en Sanlúcar tras la muerte del duque de Alba, suponen un paso importante: Goya «pinta» con tinta y agua. Capta escenas cotidianas, la siesta, una mujer joven en camisa -¿la Duquesa, una criada?- que se asoma al balcón y levanta los brazos, una «toilette»..., y prescinde de la minuciosidad en el detalle para ofrecernos aquellos elementos necesarios en la representación de la viveza que es propia de lo cotidiano. Así, por ejemplo, no dibuja el balcón al que se asoma la mujer, pero podemos imaginarlo en su postura, su inclinación, el modo de apoyarse sobre la baranda, etc. Simultáneamente, plasma también la luz que es propia del lugar y de todas las escenas concretas. Se ha dicho muchas veces que estos dibujos son testimonio de la felicidad del artista y del ambiente alegre y relajado en el que se encuentra. La luz es un componente fundamental de esta felicidad y de ese ambiente, ahora bien: ¿cómo la logra, cómo la dibuja? Para plasmar la luz, Goya recurre al blanco del papel. El papel no es soporte sobre el que se dibuja, el papel, su textura, su blancura forman parte del dibujo, contrastan con la tinta y el agua, con las «pinceladas» que construyen (abocetadamente) las formas. El blanco del papel es parte del cuerpo de la mujer que se asoma, del lecho en el que se hace la siesta, de las sábanas y sus arrugas, es parte de la atmósfera que configura las escenas. El blanco del papel es luz que puede graduarse, luz que interviene en los dibujos, que los compone, textura que se hace luz sin dejar de ser textura, que aparece «por debajo» de la aguada, que se valora, acentúa o disminuye cargando o diluyendo la aguada, intensificando su transparencia o reduciéndola, modulando mil matices luminosos.
Si se pretende trasladar estos efectos a la pintura al óleo se deberá acentuar la libertad de la pincelada, su vibración lumínica, de tal forma que una capa no oculte a la otra cuando se superponga, no la emborrone tampoco y no la empaste. Toda la sabiduría pictórica de Goya se pone ahora al servicio de una técnica que será cada vez más «abocetada» y que algunos académicos han calificado de «descuidada». Nada más lejos del descuido que esta perfección en la transparencia y la vibración cromática y lumínica, algo que los pintores académicos nunca supieron hacer -si es que se dieron cuenta de lo que era-, razón por la que introdujeron a la pintura española decimonónica en el callejón sin salida del acartonamiento. A partir de estas fechas, Goya hace una considerable cantidad de dibujos que se han agrupado en álbumes Ya nos hemos referido al primero de ellos, tras él, el llamado Álbum de Madrid o Álbum B (1797), después siguiendo la cronología de P. Gassier, los Álbum D (1802-03) y E (h. 1806-12) (el Álbum C será cronológicamente posterior, en torno a 1814-23). También, en relación con el Álbum de Madrid, los dibujos preparatorios para las estampas de los Caprichos, cuya venta será anunciada en 1799, el mismo año en el que es nombrado Primer Pintor de Cámara.
3.3 Los Caprichos
No es la primera vez que Goya hace grabados. En 1778 había realizado una serie de aguafuertes sobre temas velazqueños y una estampa, también al aguafuerte, con un tema sobrecogedor, El agarrotado (1778-80). Los Caprichos es serie mucho más ambiciosa, compuesta de ochenta estampas, realizada en tono crítico -tal como indica el anuncio de venta, que muchos historiadores creen redactado por Leandro Fernández de Moratín-; es la primera vez que un artista español se empeña en una obra de tal envergadura, capaz de competir, en tanto que serie, con las que se hacían en Francia y muy por encima de ellas en calidad, comparable en este punto a la obra grabada de Rembrandt. Las técnicas usadas por Goya son preferentemente el aguafuerte y el aguatinta, que utiliza especialmente para los fondos, aunque también las aplica matizadamente a las figuras. Los recursos técnicos son fundamentales para comprender las estampas, pues gracias a ellos alcanza un expresivo dramatismo en las figuras y crea una luz igualmente expresiva. El aguatinta introduce una nota de homogeneidad en el conjunto de las estampas: los fondos nocturnos de espacio indefinido contribuyen de manera poderosa a universalizar la anécdota. El aguatinta le permite crear superficies nodernas evitando el empaste de la tonalidad, de tal modo que la homogeneidad lumínica no se frustre en una superficie plana: los poros de la resina "animan" esa superficie y producen ese efecto de indefinición y oscuridad que permite hablar de un mundo de la noche, un mundo del sueño, más verdadero que el real, y no por monstruoso -El sueño de la razón produce monstruos, dice el paradigmático capricho número 43 menos verdadero y menos real. Dos son los temas dominantes de la colección: la relación amorosa y el mundo de la brujería; aquél domina en su primera parte, éste en la segunda. Con ambos, otros asuntos propios de la sátira del momento: el mundo al revés en las asnerías o en las sillas «sentadas» sobre las cabezas de las jóvenes, el anticlericalismo de algunas caricaturas de frailes, el matrimonio por conveniencia, la mentira y la inconstancia... Los asuntos se despliegan en series o variaciones, como si con ellas deseara el artista agotarlos, abordarlos desde puntos de vista diferentes. De tal manera que la condición de los protagonistas no varía en exceso: majas y prostitutas, lechuguinos, madamitas, brujos y brujas, frailes, asnos médicos y sabios, algún labriego, alguaciles..., un mundo que en modo alguno podemos reducir a Madrid o Cádiz, pero que sí es para Madrid o Cádiz, tanto como para París o Venecia.
En esta sátira no encontramos un referente moral claro. Es indudable que critica a los eclesiásticos, pero no contrapone un modelo eclesial, y si habla del galanteo, parece que disfruta con él, no se inclina por el matrimonio virtuoso, aunque sí le interesa aquel que nada debe al amor, todo a la conveniencia. El mundo de la brujería despliega sus mil caracteres, pero no encontramos un requerimiento a la razón y el buen sentido, aunque puede argumentarse que razón y buen sentido se desprenden de tanto absurdo y sinsentido como en las estampas hay representado..., pero serán la razón y el buen sentido de cada uno, no los que encarnen institución alguna o moral institucional alguna, porque a éstas no se las menciona.
Cabe preguntarse si tanto dislate no forma parte también de la naturaleza humana y, por tanto, si no hay que buscarle un acomodo en nuestra vida, a veces con la risa -una risa lúcida, como lúcido es el sueño-, otras con la sorna de quien sugiere más que representa: la realidad monstruosa que el sueño ha puesto en pie es la nuestra. De esta manera desborda Goya los límites que hasta el momento se había puesto a lo cómico, pues lo positivo de tanta negatividad no aparece por parte alguna. Como si el artista, y nosotros con él, disfrutáramos con esas brujas que acuden al aquelarre y con las madamas que gustan del cortejo, olvidando la moralización que hasta ahora las había legitimado. Que no todo lo real es racional me parece consecuencia inevitable de estas estampas, también lo monstruoso es real y nos pertenece. Que no todo en la Ilustración es racional y moralizante, que el proyecto ilustrado, el proyecto moderno, no puede olvidarse de la negatividad que anima nuestra naturaleza, como parte sustancial de ella, es cosa que las estampas de Goya ponen en primer plano. La «cara oculta del Siglo de las Luces» tiene en ellas su manifestación mejor y más rigurosa, aunque no la única. Es una «cara» que acompañará siempre a la modernidad que en estos momentos se inaugura, y que acompañará a la obra del aragonés como una de sus marcas fundamentales.
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